Estas últimas semanas, he tenido la oportunidad de estar con sacerdotes, religiosos(as), feligreses, líderes cívicos y académicos. He oído historias de cómo ellos valoran la fe y aman a nuestra Iglesia. Muchos me han dicho que ellos(as), también, proceden de familias inmigrantes: familias alemanas, irlandesas, polacas, italianas y libanesas, entre otras. Muchos compartieron su deseo de ser más gratos con nuestros inmigrantes vietnamitas, bosnios, africanos e hispanos. Sus historias me recordaron de lo rica que es nuestra fe Católica, y del llamado Evangélico a crecer en nuestro espíritu de hospitalidad, especialmente al extranjero.
En mis oraciones sobre el asunto migratorio y nuestra vocación cristiana de ayudar al extranjero, recuerdo a mi madre inmigrantes, María. Ella provenía de un pequeño pueblo en Durango, México, donde creció en un hogar pobre. Todavía recuerdo lo simple y sencilla que fue la casa donde ella se formó. El hecho de no tener un diploma escolar y de ser pobre en ningún momento le limitaron su habilidad de llegar a otros con su sabiduría y amor. Viviendo en un barrio hispano de Chicago, ella no sólo aprendió a sobrevivir en una gran ciudad, sino que también encontró la forma de relacionarse con personas de diferentes orígenes culturales, étnicos y lingüísticos. Y a pesar de su poco inglés, logró relacionarse con un grupo diverso de personas. Ella estaba orgullosa de compartir con otros que después de 30 años en los Estados Unidos ella podía pedir, en inglés, café y panqueques para el desayuno. Más impresionable era la manera en la cual los que no sabían español parecían conocerla: ¡no sólo la llamaban por su nombre, pero daban la impresión de que realmente conocían su persona y su personalidad! Comparto estas anécdotas familiares porque nos ayudan a entender un poco más nuestra hospitalidad al prójimo. En muchos sentidos, todos nosotros aprendemos lo que es bueno y malo de nuestros padres. Y según vayamos confrontando los retos migratorios, creo que nuestros valores familiares y de nuestra fe nos pueden ayudar en el camino por seguir.
¿Qué enseñanzas he aprendido de mi madre? En primer lugar, me enseñó que una sonrisa a extranjeros puede hacer una diferencia positiva. Con frecuencia es una simple sonrisa en nuestras calles, nuestros centros comerciales y nuestras iglesias la que deja una impresión de quienes somos realmente. En segundo lugar, me enseñó que nuestras manos y brazos pueden ser los primeros instrumentos que Dios utiliza para llegar a otros. Es posible que no tengamos el tiempo o la capacidad para participar en servicios a largo plazo, pero por lo menos podemos responder a las oportunidades a corto plazo extendiendo la mano con bondad o brindando un abrazo compasivo a aquellos en medio de luchas, sufrimientos o tragedias. En tercer lugar, me enseñó que el sagrado corazón en nuestras vidas implica practicar la compasión y dejar atrás nuestros prejuicios pecaminosos.
Según voy confrontando mis sentimientos y opiniones sobre la inmigración, creo que la sabiduría de mi madre tiene mucho que enseñarme. Como Jesús en los cuentos del Evangelio, mi madre me demostró que sonriendo a extranjeros, extendiendo una mano o un abrazo cariñoso a aquellos que sufren, y cultivando un sagrado corazón lleno de compasión pueden conmover al mundo. Estos gestos simples tal vez no logren cambiar fácilmente las pólizas de inmigración y prejuicios sociales, pero por lo menos empiezan a demonstrar nuestros valores familiares y Católicos. El mundo necesita ejemplos de una buena hospitalidad Católica-comparte los tuyos.
F. Javier Orozco
First published October 20, 2010 in the St. Louis Review